“El retorno no se lo deseo a nadie”, dice Eduardo Arenas con una sonrisa amarga. Hace lo posible por hablar del tema con humor, pero al recordar la forma en que fue “aventado” -literalmente- de Estados Unidos, en la voz se le mezclan de pronto el enojo, la tristeza y la nostalgia.
Del otro lado del río Bravo, don Eduardo dejó todo lo que nunca pudo crear en esta orilla: trabajo digno, familia, una casa propia. Por eso, a sus 50 años de edad no se resigna a quedarse en el país donde nació, pero que hoy lo enferma y lo rechaza.
Como él, decenas de miles de mexicanos indocumentados han sufrido la expulsión de un territorio donde ya habían hecho toda su vida. Sin contactos, sin amigos, sin dinero, de repente se ven en una tierra que ya no reconocen y a donde no tenían pensado volver.
“Aquí ya no puedo vivir”
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